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Los mil matices del estanque salado

Ilis

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A veces la naturaleza tiene caprichos de niño. Sólo de esta manera se explica la ocurrencia de construir una gigantesca piscina salada de 170 Km2. en la que el sol brilla casi tanto como la ausencia de oleaje. Así es el Mar Menor, el paraje más singular de toda la costa mediterránea española.

Para muchos el Mar Menor es sólo el brazo de agua que envuelve a La Manga, esa cinta de ladrillo y hormigón que la expansión turística levantó sobre el mar de dunas de arena, pero hay muchos “marmenores”.

Hay un Mar Menor por cada estación del año, otro por cada día, casi uno por cada hora. Primero el de las tardes de otoño, pleno, dorado, de crepúsculos vestidos de silencios. Luego, el de primavera, luminoso y salino, azul por los cuatro costados. Y está el de las soporíferas tardes de verano, un telón plateado que funde la mar llana con el horizonte y un cielo cegador.

Se conservan fotografías en las que se aprecia La Manga como un trozo virginal de arenales, palmitos y algas. Pero los años no han pasado en balde, y la laguna ha evolucionado al ritmo que el hombre le ha impuesto. Pese a ello, la magia de sus atardeceres, el olor a salitre y la paz de sus riberas siguen siendo buenos alicientes para retirarse a esta esquina de la costa murciana.

En las puntas de la laguna, dos espacios naturales emblemáticos sirven de refugio al grueso de la fauna marmenorense.

En el extremo norte, junto con el puerto de San Pedro del Pinatar, las salinas de San Pedro son una especie de aeropuerto para miles de aves migratorias que hacen escala en ellas durante su ruta anual.

En la ladera sur de la sierra que da forma al cabo de Palos, el contra peso ecológico lo pone el Parque natural de Calblanque, un modelo de ecosistema mediterráneo sin contaminar. Playas arenosas, acantilados y dunas ocupan esta banda costera, en la que sólo los restos mineros y dos pequeños núcleos de casas delatan la actividad humana.

Entre ambas esquinas, se levantan pueblos de silla de enea y tertulia nocturna que huelen a veranos eternos. Los Alcázares son la playa de la huerta bulliciosa murciana. San Javier y Santiago de la Ribera son, dicen, los lugares preferidos por cientos de murcianos capitalinos que acuden al arrullo de sus aguas tranquilas y sus remozados arenales. Su balneario es una reliquia de hace un siglo. Algo parecido ocurre en Lo Pagán, urbe tranquila y acomodada, de veranos familiares sin agobios, donde los limos que depositan las aguas calientes junto a un viejo molino, han puesto de moda los baños de lodo. Como Los Urrutias, Los Nietos o Isla Menores, núcleos íntimos y coquetos, de baños y paseos en bicicleta. Enfrente, La Manga es la porción cosmopolita, de marcha nocturna y megadiscotecas.

Cerrando la bahía aparece el cabo de Palos, adormilado sobre un espinazo volcánico. En el extremo del roquedo, el faro, con su haz luminoso, barre la superficie acrstalada de la laguna a la que la caprichosa naturaleza convirtió en un mar menos.

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