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Por el bajo Miño

Ilis

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BASTA YA

El Miño, uno de los grandes símbolos de Galicia, se transforma en su curso bajo de río heroico en deslizamiento rumoroso que discurre cansado hacia los arenales de A Guardia y Camina. A su amparo florecieron en ambas orillas numerosos asentamientos que dieron en formar parte de estados diferentes, dando al río un carácter de frontera separadora, cuando su natural es el de espejo creador de una común y antigua cultura fluvial. Las “pesqueiras” o “pescos”, construcciones para la pesca de la lamprea, algunas de época romana, dan testimonio de ello.

Para disfrutar de sus alicientes, el viajero puede dejarse llevar por la corriente desde Arbo, en sentido inverso al que siguen dos célebres criaturas marinas. Las angulas llegan a la desembocadura del río a finales de invierno, en enjambres bullentes y translucidos, para crecer en la red fluvial antes de volver al océano para reproducirse. Al contrario, la lamprea llega madura, pronta a desovar en los fondos de guijarros limpios y morir exhausta tras renovar su ciclo de vida.

Río abajo, empapados del sosiego que producen el cultivo de las viñas y los huertos arrimados al fluir de las aguas, llegamos a Salvaterra, que conserva importantes restos de su fortaleza. Desde los adarves del castillo se ven próximas las blancas casas de la orilla portuguesa. Y si damos el salto a Monçao, antigua plaza fuerte al otro lado del espejo, podemos mirar como nos ven.

Más abajo, los altos de Aloia y San Xulián se levantan sobre el pausado paisaje de Tui y Valença do Minho, poblaciones gemelas enrizadas en sendas colinas. Las mutuas desconfianzas erigieron fortificaciones que hoy les dan carácter de villas históricas. La visita al casco antiguo y a la catedral de Tui llevan media jornada, y otra media para pasear por Valença. El peso de la arquitectura monumental se compensa en Tui con los huertos y jardines, y en Valença con el comercio que ocupa las calles de la fortaleza.

Camino de A Guarda, el Miño discurre ancho por un paisaje de formas suaves. El afluente valle del Rosal pone sus afamadas viñas hasta la desembocadura en Camposantos. Por fin, el espejo se disuelve en el vasto horizonte oceánico, produciendo en el viajero la sobrecogedora sensación de contemplar lo inabarcable.

A Guarda fue enclave templario, y luego base de corsarios que estorbaban el comercio inglés con Portugal. Hoy, la pesca reina en esta villa que, encaramándose por la falda del monte Tegra, crece alrededor de su puerto, al abrigo de crisis y temporales.

Resulta obligado subir al monte. Desde la cima se dominan en grandiosa composición la silueta de los relives alzados y el horizonte y brumoso de la línea del litoral. Además, aquí está una de las citanias más famosas de Galiza, con el llamado “mapa” (la más antigua esquematización cartográfica de Occidente) trazado en un peñasco. Luego, de nuevo en A Guarda, no hay que irse sin comprobar porque tiene fama su langosta, o sin enfrentarse en la mesa a una lamprea que no ha podido seguir río arriba.

Por la vida, Ilis
 
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