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Propuesta para una semana santa

Ilis

Participativ@
BASTA YA

Hay lugares que poseen la virtud de la familiaridad, tu espíritu se identifica de inmediato con ellos y, sin saber por qué, te hacen sentir como en casa. Eso ocurre con Ámsterdam. Se llega esperando encontrar una ciudad fría y gris; pero enseguida tienes la sensación de encontrarte con un viejo conocido.

Esta ciudad es como esas viejas melodías pasadas de moda que siempre gusta volver a escuchar. De Ámsterdam entusiasman muchas cosas. Pero, por encima de todo, atrae la quietud de las barcazas ancladas. También el olor a bodega que respiran los callejones del barrio antiguo. O esa bruma poblada de bicicletas negras. O los interiores iluminados deque Keizersgracht, de noche, recrea como ninguna otra calle del mundo.

Bajando en dirección sur desde la estación Central, se atraviesa el apiñamiento de los callejones medievales para aspirar el aire fresco de los espacios abiertos en los grandes canales del siglo XVII. Alzando los ojos se contempla el sutilísimo juego de los decorados desvanes barrocos, esos relicarios puntiagudos como alfileres en la ciudad medieval y que aquí son acampanados.

Todos hablan de aquella antigua villa de madera levantada por los balleneros, y transformada más tarde en el Manhattan de Europa por los comerciantes de lana, los ceveceros, los mercaderes de Amberes y los judíos llegados desde Portugal. Poco tiempo pasaría antes de que la bolsa, la banca, la imprenta y la pintura la acabasen convirtiendo en un emblema de la tecnología, desparramándose a sus anchas, con ínfulas de ciudad moderna.

Ingenieros del paisaje, los holandeses también aprendieron a domesticar las mareas del tiempo para conseguir que el pasado asome la cabeza por encima del presente, desaparecieron aquellos balleneros y comerciantes de lana que levantaron la villa, pero las cervezas que inundan los mostradores de los cafés se sirven en las jarras de siempre. Los gremios en que se apoyaron las artes y la imprenta se borraron con el tiempo, pero su espíritu sigue vivo en los mercados flotantes de flores, en los músicos callejeros, y en las tascas inundadas de estudiantes.

Nada como el recurrente movimiento de sus aguas, domesticadas por esclusas y puentes para, siguiendo su ritmo, las sensaciones vallan desenrollando el encaje de calles y canales. Así, en Leidseplein y sus inmediaciones, uno se siente inmerso en el constante bullicio. Mientras en el barrio del Farolillo Rojo se nota la atracción canalla de los puertos con dudosa reputación. Todo lo contrario que en la zona de los grandes museos, donde se respira el aire apacible compartido por los grandes canales. Y lo mismo en el Jordaan, dominado por el encanto bohemio de barriada popular.

Pero en un día cualquiera de nostalgia y gabardina, paseando por el corazón de la ciudad medieval, es cuando mejor se cultiva la instrospección y la duda pasando cerca de donde fuera enterrada la mujer del misógino Rembrandt, un escaparate de cristal y pornografía se extiende en torno a Warmoesstraat, la calle más antigua. No hay sorpresa ni rubor en el ritual ejecutado tras los escasos visillos, estrenando quizás algún artículo adquirido minutos antes en la vecina Condomerie, la más famosa tienda de preservativos.

Aquí, donde la carne y espíritu inventaron las reglas de la democracia, la profesión más antigua del mundo, se sacude cada noche la conciencia a la sombra de Oude Kerk, la primera iglesia construida en la ciudad y la Casa del Preservativo comparte vecindad con el Museo de la Biblia. Confraternización sin tapujos, así es Ámsterdam, donde la ciudad te habla confidente con voces de vanguardia y contracultura, levitando con los ángeles de la marihuana en los viejos almacenes reconvertidos en “cofee shops” que, en número de más de 250 establecimientos, cualquiera puede abandonarse a ese placer.

Sigues avanzando, y las que ahora llegan son voces ahogadas en la plaza del Dam, donde ya hace tiempo que murieron las proclamas sociales.

A medida que los pasos conducen en dirección sur por “El Centro Mágico del Mundo” como los ecologistas bautizaron a esta ciudad, los espacios se abren y hasta el vecindario cobra nueva fisonomía. Herengracht, Prinsengracht y Keizergracht forman una plataforma que se presta a meditar sobre la ambigüedad de la naturaleza humana. Tras sus fachadas, los viejos oficios que antaño se asomaban a los canales han sido suplantados por nuevas profesiones. Donde antes se alojaban las industrias del chocolate y del agua de colonia, el módem y el fax gobiernan ahora en los despachos de abogacía.

Atrás quedaron los días de ideales desatados por el libertario social Robert Jasper. Aquellos “provos” que tomaban la ciudad al asalto son hoy “okupas” legalizados que pagan sus impuestos, invierten en bolsa y se “colocan” con baladas.

Estas y otras consideraciones nos llevan por una calle trasversal de inmaculadas aceras y conducen en línea recta hacia el Rijksmuseum y, a la vista del número de galerías de arte y tiendas de anticuarios repletas de loza y objetos de plata, se concluye que Ámsterdam es una ciudad de coleccionistas, quizás porque la idea de permanencia ha sido una obsesión para este pueblo amenazado desde siempre por las corrientes marinas.

La diversidad es otra constante de la sociedad holandesa. En el popular barrio conocido como De Pijp (El Tubo), una zona creada a finales del siglo XIX, el Consejo Municipal, dio luz verde a un proyecto de viviendas pequeñas y de baja calidad, para que las clases más empobrecidas y los inmigrantes pudieran encontrar refugio. Hoy, De Pijp está habitado por más de 3000 marroquíes, otros tantos surinameses y casi 2000 turcos, acompañados por un buen puñado de estudiantes atraídos por el bajo precio de la vivienda.

La avenida principal del barrio, se transforma los fines de semana en un zoco donde los universitarios encuentran bicicletas de origen tan incierto como los viejos electrodomésticos que compran sus vecinos. Los olores a curry y especias que escapan de los restaurantes, el incesante vocerío, el apiñamiento de los artículos te hacen sentir como si estuvieras en los alrededores del Gran Bazar.

A partir del Singel, y a lo largo de este gran cinturón sur, las zonas residenciales alternan espacios ajardinados. La zona de los principales museos, la siempre animada calle Peter Cornelisz, colmada de tiendas de moda y cafés con aspecto parisino, la fábrica de cerveza Heineken (transformada en museo desde hace años) y la compañía de diamantes Van Moppes & Zoom, se suceden de oeste a este.

Este es un distrito permisivo donde todo tiene cabida sin afear el conjunto. Poblado de rincones donde uno puede sentarse a descansar. El Vondelpark fue creado como el pulmón verde al suroeste de la ciudad y desde hace más de cien años tiene la virtud de congregar el espíritu permisivo que siempre tuvo Ámsterdam. Durante un tiempo se convirtió en inmenso dormitorio al aire libre, tomado al asalto por la juventud de los sesenta obligando al Ayuntamiento a regular los horarios de apertura, prohibir las tiendas de campaña y desautorizar la música a partir de media noche pero, también instaló aseos, un área de duchas y hasta un centro médico. Hoy conserva trazas de su pasado en su fauna variopinta: adolescentes claveteados en “piercing” y abuelas haciendo calceta toman el sol o la sombra juntos, perfumados por el humo del cannabis. Rastrillos, conciertos improvisados y manifestaciones de todo pelaje lo eligen como plataforma.

Los grandes museos. El Rijksmuseum, a un lado, y el Museo Van Gogh, más allá, sacuden la conciencia, pero si no se tiene el cuerpo para verselas con Vermeer o guardar cola para la “Ronda de noche” de Rembrandt, se puede optar por hacer nuestra propia ronda hasta darse de bruces con el edificio del Concertgebouw.

“Son ustedes encantadores, pero malos músicos” sentenció Brahms a sus anfitriones holandeses. Hoy, el genial músico se sentiría mucho más congraciado con ellos pues tienen en el Concertgebouw uno de los mejores legados para Holanda. Maestros consagrados como Strauss, Stravinsky, Ravel o Rachmaninov han dejado en el su impronta.

De noche cuando el público abandona el recinto, los restaurantes ya tienen dispuesto mantelería de hilo y cristalería, para atender a virtuosos y melómanos que se dan cita para cenar antes o después de la actuación. Nosotros, que sólo estamos de paso, no lo haremos sin visitar el Keizer, la antigua bodega donde Rubinstein decía haber hecho grandes amistades y del que contaba con cierta sorna que en una de sus visitas, un turista levantó su mano al verlo pasar ataviado con traje negro y pajarita (uniforme del personal) para solicitarle “camarero desearía un whisky con soda” a lo que le respondió magnánimamente “whisky no tengo, pero ¿Le gustaría un poco de Mozart?”.

Si no queremos correr ese riesgo, podemos peregrinar por el barrio del Jordaan en busca de una taberna donde Ella Fitgerald o Duke Ellington, nos acompañen entre olores de tabaco y cerveza.

La palabra Jordaan deriva del vocablo francés (como el 20% del neerlandés) “jardín” por lo que todas sus calles llevan nombres de flores y, quizás para hacer juego, grandes macetas adornan sus ventanales y más de 800 edificios han ganado la consideración de monumentos históricos de los que no podemos dejar de lado el leer las “tarjas”, esa especie de documentos de identidad que colocados sobre las puertas indicaban los oficios de sus primeros moradores.

Azul de agua, rojo de tulipanes y blanco de cielo que amenaza tormenta son los colores nacionales, mezclados en una sopera, con los que los restaurantes de Ámsterdam anuncian que sirven comida típica holandesa.

Otra secuencia cromática y de tamaño es con la que anuncia sus cafés. Los hay marrones y blancos, grandes y pequeños y todos resultan un reflejo en miniatura del barrio donde se concentran. Así, del ambiente estudiantil que respiran las tabernas asomadas a la ciudad vieja, se deduce la proximidad de la Universidad. Un poco más allá, acusan la influencia del barrio portuario, en rostros sin afeitar y brazos tatuados. Otros fuera de las rutas turísticas conservan el ambiente de taberna de barrio Y todavía hay unos cuantos que recurren al abrigo de un oscuro callejón para pasar inadvertidos pero todos forman una encrucijada donde el ocio, el placer de la lectura y los juegos de mesa se suceden en horarios diferentes.

De día, las madres libres de hijos escolarizados y los trabajadores autónomos. Son momentos de paz, con ausencia de música, luz a raudales y olor a café. A partir del atardecer, el brillo de las velas, el rumor de las confidencias, las partidas de cartas o el jazz, cuando las piernas, se niegan a dar un paso más, es el momento de dejarse seducir por un café a medio iluminar para restablecer fuerzas ante un plato de arenques mientras observamos como los parroquianos hojean inmensos periódicos fumando su pipa de siempre, mientras otro grupo practica el deporte favorito del atardecer: beber una espumosa cerveza, acompañada de vez en cuando, con un vaso de ginebra que será servido hasta el borde, de tal manera, que solo evitará ser derramado si nos inclinamos sobre el mostrador para dar unos sorbos en un gesto tan antiguo como las barricas que adornan las paredes.

Por la vida, ilis
 
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