Viajes por Europa (IV parte). Alemania y Praga: Un viaje por el Patrimonio de la Humanidad 137 Perdidas entre edificaciones, las dos torres góticas de la iglesia de Nuestra Señora de Týn alzan su silueta como la punta afilada de un delgado lápiz grisáceo, mientras el agua serena del río Moldava baña ambas orillas de la capital checa. Kilómetros y kilómetros de piedra, cemento y arena se extienden ante nuestros ojos de gigante. Allá abajo, hombres, mujeres y tranvías “pelean” estratégicamente por una porción de ciudad y se mueven como fichas en un tablero, serpenteando tanta vastedad de belleza incalculable. Así es como se ve lo diario, lo cotidiano, lo rutinario desde el majestuoso Castillo de Praga. Desde aquí, desde lo alto de este incomparable mirador, y cuando nadie puede oírme, extiendo mis brazos y grito para mis adentros para contrarrestar tanta belleza que me aturde. Me empapo de emoción, de energía y de adrenalina: mi alma renovada y mis fuerzas cargadas. Al descender, el agotamiento del corazón y unas piernas y cuerpo entumecidos me recuerdan que en la vida hay que poner freno al exceso. Estamos yendo demasiado deprisa y lo importante es disfrutar del viaje no importando lo lento o lo rápido que sea el trayecto sino que finalmente podamos llegar a nuestro destino. Para contrarrestar el cansancio físico, decidimos hacer una parada en la Iglesia de San Nicolás, la católica, porque en Staré Město se encuentra la otra San Nicolás, la protestante. Al entrar, las velas y el sol entrando por la enorme cúpula de 50 metros de altura van iluminando prácticamente todo el templo. Hay misa y apenas quedan unos pequeños pasillos cuya anchura limita el espacio para dos cuerpos, uno de entrada y otro de salida; cuerpos que se rozan y en ocasiones se restriegan, cada vez más y más fieles se sientan a rezar y comienzan a encender las típicas pequeñas velas, que en la mayoría de la iglesia son blancas y que sirven para pedir salud. Recuerdo que hace tiempo leí por algún sitio que en algunos lugares las había de colores. Las velas amarillas se ofrecen para el trabajo, las verdes, como no podía ser de otra manera, para la esperanza y negras para joder a alguien… Merodeamos alrededor de la iglesia y observamos un grupo de mujeres morenas, de pelo negro trenzado que permanecen de pie rodeadas de carritos de niños, flores y bultos. Junto a ellas, desparramados, varios hombres de raza gitana permanecen sentados de forma relajada, en grupito o individualmente, pero ausentes unos de otros. Todos ellos completan una estampa en la que intensos ocres y luz saturada sugieren una próxima puesta de sol. De niño, recuerdo haber visto muchas veces esa foto en un libro. Siempre me quedaba pasmado observándola. No era la típica foto que atraviesas con los ojos y la olvidas.
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