Viajes por Europa (IV parte). Alemania y Praga: Un viaje por el Patrimonio de la Humanidad 75 Hay lugares que son más únicos que otros. Y este es un buen caso. Wolfenbüttel es una de esas ciudades que se van incorporando brutal o suavemente, acomodándose unas veces en la mente, otras en el corazón y, la mayoría de las veces, en ambos. En Wolfenbüttel el tiempo parece detenido. Y lo está. Para pasear por sus calles engalanadas no es necesario hacer reservas ni largas colas. Por momentos parece que estás dentro de un cuento, de una época que ya no existe o que a lo mejor no la vemos o no somos capaces de verla. Las calles de Wolfenbüttel siempre tienen un lugar listo para nosotros. Como una gran vitrina que contiene pequeñas joyas, la ciudad nos invita a contemplar la vida que quedó atrapada en sus callejuelas y en sus casas de entramado de madera. No se trata de uno de los muchos pueblos alemanes que hemos visitado y que han dejado su huella en nuestra retina; Wolfenbüttel es otra cosa. Es jueves por la mañana y comienzan los preparativos. Banderitas y guirnaldas de colores: sinónimo de fiesta. Un ambiente festivo se respira por todos los rincones del pueblo, la llegada de visitantes aviva ese ambiente de forma notoria. Mientras los comerciantes de la Krambuden se abastecen de cerveza, la panadería de la esquina de la Lange Herzogstrasse se empieza a llenar de gente, el silencio de las calles solitarias de ayer por la tarde, se transforma lentamente en bulliciosa mañana.
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