Ilis
Participativ@
BASTA YA
Sus dos comarcas están separadas en dos por la sierra de la que sus vecinos dicen que es un obispo acostado con los pies en el mar. Lo confirmaría el castillo que luce por anillo.
Cuando ruge la tramontana, subir a las almenas del castillo tiene algo de aventura. Si se hace, es mejor hacerlo de espaldas al viento, mirar hacia el sur y observar cómo el azote inclemente moldea los árboles.
Iberos, griegos y romanos levantaron aquí sus murallas y, más importante, plantaron frutales y olivos, roturando sus campos. Su sensatez fue tal que, dos mil años más tarde su geometría todavía ordena el paisaje.
Pero dejemos el castillo, al fin y al cabo, nunca llegó a habitarse. Lo mandó construir el rey Jaime II para vigilar al poderoso conde de Empúries. El conde debió de reirse a carcajadas al ver como volaban peones, se esparcían hogueras y los canteros dejaban de trabajar porque se les helaban los dedos.
El estaba mejor al pie de la sierra, untando ajo en una tostada humeante y sorbiendo vino junto al hogar de su castillo, en Bellcaire. Hoy, todavía reconocería las murallas, las torres y sus dependencias actualmente ocupadas por el Ayuntamiento, aunque le sorprendería ver su sala mayor transformada en iglesia parroquial. Antaño, él tuvo su capilla, y el pueblo la suya en la deliciosa iglesuela románica de Sant Joan.
De sus antiguos dominios, el conde reconocería también Ullastret, levantándose en la llanura con su recinto amurallado. Si buscara su castillo frente a la iglesia románica, la haría en balde; pero sí vería la lonja gótica, las ventanas renacentistas o los aleros decorados con azulejos.
Cada esquina esconde un regalo para el observador, en toda tierra muy trabajada, cada piedra siempre es algo más: menhir animado para íberos, ordenado por los romanos y cincelado con cenefas por godos y mozárabes.
Como Ullastret, no hay en la comarca pueblo sin cato labrado, mirador, torre o ermita románica. Aunque, por suerte para los más curiosos, la mayoría de la gente se queda en la playa o no pasa de Pals; como mucho, quizás lleguen hasta Peratallada. Ellos se lo pierden.
Pals, muy restaurado, con casas en callejuelas escarpadas, es un pueblo pensado para subir a la cima de la colina y sentarse frente a la iglesia gótica a la espera de que salgan los novios. Decía Joseph Pla “quien no ha visto en invierno el diamante del Canigó nevado desde Pals, le falta algo importante” En todo caso, el mirador es excepcional, pues ante él se abren el Montgrí, la playa y las islas Medes.
Pero dejemos atrás el mar a distancia para ir tierra adentro hacia Peratallada, a salvo de piratas y corsarios. Por el camino hay que detenerse en Sant Juliá de Boada para ver la pequeña iglesia prerrománica con arco de herradura de inspiración mozárabe. Otra parada es Palau-Sator, para deambular por el pueblo en busca del castillo tras cruzar la muralla bajo la Torre de las Horas.
Peratallada es harina de otro costal. Sin los remilgos de Pals, sus calles dispersas y llanas anulan objetivos, ocultan silencios y desvelan para imaginar. Se puede seguir la muralla plantada en piedra viva, tomar un refresco frente al palacio, perderse por los barrios o cruzar la carretera y acercarse a la iglesia remánica de Sant Esteve. Pero todavía quedan pueblos donde posar la vista, pero si se deja algo, mejor que mejor, toda excusa es buena para volver. Con prisas no puede entenderse el Mediterráneo, la parra en la pared, los olivos, la sombra de una higuera, ese ciprés junto al campanario de Canapost. Con tramontana, los perfiles se aceran y el azul del cielo hiere los ojos.
En Vulpellac se puede parar, sentarse frente a la iglesia y rodear el castillo. Cruïlles está a dos pasos. Es imposible equivocarse: en el centro se alza la que fue torre maestra del castillo con dos puertas y un árbol encima. El pueblo no está maquillado, no se ha buscado la piedra en todas sus fachadas (cosa impensable en la época que fueron construidas), y se agradece. En sus calles se tiende ropa, se plantan geranios en los botes de pintura, se huele a trabajo de campo y la gente se saluda con voz sonora.
Aquí hay que llegar a última hora de la tarde, para ver, en la colina de enfrente, una mole oscura contra el sol poniente. Es el ábside de la antigua iglesia, otra vez románica, de Sant Miquel. Con esta visión se podría finalizar la visita. Pero el conde preferiría hacerlo en Monells, a un tiro de piedra.
El pueblo también perteneció a su familia, pero al visitante actual le interesan más los ecos que aún resuenan bajo los pórticos. San disputas, regateos y risas de cuando la feria del pueblo no tenía rival y los granjeros exponían sus patos y manzanas; los artesanos, cestos y cueros; los pescadores, sardinas; los herbolarios, adormideras para el dolor de muelas y los juglares sus cuentos.
Una visita al Alt y Baix Empurdà no es posible sin deleitarse con su gastronomía. Montes, mar y huertas dan una gran riqueza de productos y, por tanto, de recetas. Sabrosos pescados y arroces; mezcla de mar y montaña, como el pollo con cigalas, y de dulce con salado, como la oca con peras y la butifarra con manzanas.
Por la vida, Ilis
Sus dos comarcas están separadas en dos por la sierra de la que sus vecinos dicen que es un obispo acostado con los pies en el mar. Lo confirmaría el castillo que luce por anillo.
Cuando ruge la tramontana, subir a las almenas del castillo tiene algo de aventura. Si se hace, es mejor hacerlo de espaldas al viento, mirar hacia el sur y observar cómo el azote inclemente moldea los árboles.
Iberos, griegos y romanos levantaron aquí sus murallas y, más importante, plantaron frutales y olivos, roturando sus campos. Su sensatez fue tal que, dos mil años más tarde su geometría todavía ordena el paisaje.
Pero dejemos el castillo, al fin y al cabo, nunca llegó a habitarse. Lo mandó construir el rey Jaime II para vigilar al poderoso conde de Empúries. El conde debió de reirse a carcajadas al ver como volaban peones, se esparcían hogueras y los canteros dejaban de trabajar porque se les helaban los dedos.
El estaba mejor al pie de la sierra, untando ajo en una tostada humeante y sorbiendo vino junto al hogar de su castillo, en Bellcaire. Hoy, todavía reconocería las murallas, las torres y sus dependencias actualmente ocupadas por el Ayuntamiento, aunque le sorprendería ver su sala mayor transformada en iglesia parroquial. Antaño, él tuvo su capilla, y el pueblo la suya en la deliciosa iglesuela románica de Sant Joan.
De sus antiguos dominios, el conde reconocería también Ullastret, levantándose en la llanura con su recinto amurallado. Si buscara su castillo frente a la iglesia románica, la haría en balde; pero sí vería la lonja gótica, las ventanas renacentistas o los aleros decorados con azulejos.
Cada esquina esconde un regalo para el observador, en toda tierra muy trabajada, cada piedra siempre es algo más: menhir animado para íberos, ordenado por los romanos y cincelado con cenefas por godos y mozárabes.
Como Ullastret, no hay en la comarca pueblo sin cato labrado, mirador, torre o ermita románica. Aunque, por suerte para los más curiosos, la mayoría de la gente se queda en la playa o no pasa de Pals; como mucho, quizás lleguen hasta Peratallada. Ellos se lo pierden.
Pals, muy restaurado, con casas en callejuelas escarpadas, es un pueblo pensado para subir a la cima de la colina y sentarse frente a la iglesia gótica a la espera de que salgan los novios. Decía Joseph Pla “quien no ha visto en invierno el diamante del Canigó nevado desde Pals, le falta algo importante” En todo caso, el mirador es excepcional, pues ante él se abren el Montgrí, la playa y las islas Medes.
Pero dejemos atrás el mar a distancia para ir tierra adentro hacia Peratallada, a salvo de piratas y corsarios. Por el camino hay que detenerse en Sant Juliá de Boada para ver la pequeña iglesia prerrománica con arco de herradura de inspiración mozárabe. Otra parada es Palau-Sator, para deambular por el pueblo en busca del castillo tras cruzar la muralla bajo la Torre de las Horas.
Peratallada es harina de otro costal. Sin los remilgos de Pals, sus calles dispersas y llanas anulan objetivos, ocultan silencios y desvelan para imaginar. Se puede seguir la muralla plantada en piedra viva, tomar un refresco frente al palacio, perderse por los barrios o cruzar la carretera y acercarse a la iglesia remánica de Sant Esteve. Pero todavía quedan pueblos donde posar la vista, pero si se deja algo, mejor que mejor, toda excusa es buena para volver. Con prisas no puede entenderse el Mediterráneo, la parra en la pared, los olivos, la sombra de una higuera, ese ciprés junto al campanario de Canapost. Con tramontana, los perfiles se aceran y el azul del cielo hiere los ojos.
En Vulpellac se puede parar, sentarse frente a la iglesia y rodear el castillo. Cruïlles está a dos pasos. Es imposible equivocarse: en el centro se alza la que fue torre maestra del castillo con dos puertas y un árbol encima. El pueblo no está maquillado, no se ha buscado la piedra en todas sus fachadas (cosa impensable en la época que fueron construidas), y se agradece. En sus calles se tiende ropa, se plantan geranios en los botes de pintura, se huele a trabajo de campo y la gente se saluda con voz sonora.
Aquí hay que llegar a última hora de la tarde, para ver, en la colina de enfrente, una mole oscura contra el sol poniente. Es el ábside de la antigua iglesia, otra vez románica, de Sant Miquel. Con esta visión se podría finalizar la visita. Pero el conde preferiría hacerlo en Monells, a un tiro de piedra.
El pueblo también perteneció a su familia, pero al visitante actual le interesan más los ecos que aún resuenan bajo los pórticos. San disputas, regateos y risas de cuando la feria del pueblo no tenía rival y los granjeros exponían sus patos y manzanas; los artesanos, cestos y cueros; los pescadores, sardinas; los herbolarios, adormideras para el dolor de muelas y los juglares sus cuentos.
Una visita al Alt y Baix Empurdà no es posible sin deleitarse con su gastronomía. Montes, mar y huertas dan una gran riqueza de productos y, por tanto, de recetas. Sabrosos pescados y arroces; mezcla de mar y montaña, como el pollo con cigalas, y de dulce con salado, como la oca con peras y la butifarra con manzanas.
Por la vida, Ilis