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mucho más que un foro

PARA AQUELLOS QUE PIENSAN EN ITALIA ESTE VERANO

Ilis

Participativ@
BASTA YA

Florencia carga con el síndrome de Tomás. Y es que como el incrédulo, muchos viajeros llegan a Florencia con el solo propósito de meter el dedo en el ojo del David. Quieren comprobar que es verdad, que allí están, todos los iconos contemplados y estudiados en nuestra infancia.

Hay que plantar cara a Florencia. Entrar en ella con el espíritu de la juventud. Porque, Florencia es la Flora que acompaña a Venus en “La Primavera” de Botticelli. Allí está todo, la floración primigenia, el amor niño disparando dardos ciegos, las tres Gracias, el guaperas Mercurio, todos embobados por el perfecto ideal de belleza y juventud.

Eso sí, para enfrentarse a Florencia, no hay otro remedio que armarse de paciencia ante una de las cimas más apabullantes de arte accidental y sus colas.

Todo empezó en el siglo XIV, cuando Giotto se lanzaba a recomponer la perfección perdida de las formas, y Dante acuñaba en “La Divina Comedia” el calificativo para una ciudad que le había pagado con el destierro: “splendida Firenzze”.

En los cien años siguientes, el llamado “quatrocento”, Brunelleschi, Alberti, Donatello, Cellini, los hermanos Robbia, Fra Angelico, Botticelli, Paolo Cuello, Fra Filippo Lippi, Ghirlandaio, Bonozzo Gozzoli, llenaron la ciudad con sus obras. Bocaccio se burlaba de la peste negra en su “Decamerón” y Petrarca se exiliaba en Aviñón. Y luego, la traca final, los grandes del “cinquecento”: Leonardo da Vinci, Miguel Angel y Rafael.

Tanto dejó esta legión de nombres ilustres, que es imposible abarcarlo todo. Hay que hacerse un plan de prioridades. Primero, lo más imprescindible, luego se van abarcando cada vez más detalles, y así hasta que las fuerzas se acaben.

Al inicio hay que ir directo a la plaza de la Signoria. El primer chapuzon en la fuente de Neptuno, mientras nos mira un David más falso que un duro sevillano, ante el palacio Veccio y la Logia de los Lanzi.

Desde allí a la vecina Orsanmichele, flanqueada en sus esquinas por santos de Ghiberti, Donatello, Verrochio y la filigrana gótica del célebre tabernáculo de Orcagna en la oscuridad.

Luego, por Vía Calzaiuoli, tentados por los más exclusivos escaparates de moda, llegamos a la plaza del Duomo. Siguiendo un orden cronológico, tendríamos que entrar primero en el Batisterio de San Giovanni, parando primero en sus puertas de bronce mazizo, donde nació la escultura renacentista.

La mayoría se dejan los euros y el resuello por subir los 416 escalones del campanario para usarlo como balcón o llegar a la cúpula de Brunelleschi, gorda como una montaña. Es mucho más sensato, y económico, contemplarlos desde abajo. Así da tiempo a saborear los detalles del interior y el cercano Museo dell`Opera del Duomo.

La siguiente visita, nos arrastra hasta Santa Croce, verdadera alma de un tradicional barrio popular. El templo sirve de panteón para bastantes nombres ilustres de Italia, como Miguel Angel, mi admirado Maquiavelo, Galileo o Rossini y junto a ellos, en la capilla Bardi, duermen las escenas de la vida de San Francisco pintadas por Guiotto. En su interior se celebran conciertos con frecuencia y frente a su fachada se organiza el historico partido de “calcio”, un antecedente del fútbol, pero a lo bestia. En los días normales, los chavales juegan al fútbol normal y por las noches, lo que podríamos llamar “la movida florentina”: bares, restaurantes, cachondeo y ........nada de turistas.

La siguiente carrera nos llevará a los pórticos de los Uffizi donde tendremos que elegir, repetir varias veces (hay bonos para 3 días).

Cuando estemos saturados de arte, será el momento de asomarnos al Arno y, cabalgando sobre el río el mediaval Ponte Vecchio con sus tiendas que en su día fueron de nabos y lechugas, pero ahora lo son de brillantes y aderezos de muchos kilates

Junto al Ponte Vecchio, se cuenta que Leonardo y Botticelli, quisieron inventar algo así como la “nueva cocina” pero se pasaron de finos y los bateleros y los ministriles, pensando que sus raciones y perifollos eran una tomadura de pelo, los quisieron arrojar al río. Quizás podríamos aprender de ellos en algunas ocasiones.

A la otra orilla del Arno se encuentra el Oltrarno, con San Miniato al Monte que fue un mártir con mucho carácter. Le cortaron la cabeza y él la cogió bajo el brazo subió al monte, dejando claro que su iglesia tenía que estar allí con buenas vistas. Merece la pena subir a ella, por sus vistas, pero también porque la iglesia es una joya, por dentro y por fuera. Mejor reposar allí que hacerlo un poco más abajo, en la Piazzele Michelangelo, que solo sirve para que nos hagamos la foto con el telón de fondo de Florencia y sus puentes.

(A un lado de la plaza existe un camping y está permitido hacer noche con autocaravana en la misma plaza desde donde es fácil llegar caminando a todas las visitas. También pasan por ella varias líneas de bus. A la derecha de la plaza, mirando a San Miniato, los valencianos tienen una parada ineludible en la pizzería y su mostrador de helados, regentada por hija de inmigrante valenciano, quién presume de que sus helados más que italianos son valencianos por la receta de su padre y no dejará de escuchar con atención y deleite historias de la Valencia de su progenitor)

A partir de la Piezzale Michelangelo, por las escalinatas junto a la pizzería, es fácilmente accesible la plaza Pitti, con el palacio del mismo nombre que tiene en su interior tres museos. Además, en los jardines Boboli, que circundan el edificio, es obligado buscar al enano Morgante que encontraremos subido sobre una tortuga. Esto tiene su miga, sobre todo para los machotes, porque tocándole los “cataplines” al enano nos aseguramos de regresar a Florencia, algún día. (también es valido para el enemigo).

Quedan muy cerca dos iglesias fudamentales, la del Santo Spirito, proyectada por Brunelleschi, y la del Carmine, con los frescos de Masolino y Masaccio.

Cerca de la catedral está la iglesia de San Lorenzo, también de Brunelleschi, y un poco más allá, las capillas mediceas, con los sepilcros de los Medici tallados por Miguel Angel.

Poco menos que imprescindible el Palacio Medici-Riccardi donde no hay que perderse, por nada del mundo, “El cortejo de los Reyes Magos” de Venoso Gozzoli (antes de pagar la entrada, preguntar si se celebra Pleno de Gobierno ya que no se podrá entrar en el salón de haberlo). El convento de San Marco, con los frescos pintados por Fra Angelico en las celdas y los corredores.

El Ospédale degli Inocenti es de Brunelleschi y Della Robbia y un buen punto de referencia para localizar la Galería de la Academia, donde el autentico “David” de Migel Angel es visitado masivamente. Digan lo que digan, el chico está un poco contraecho: es cabezón y paticorto. Son mucho más admirables la “La Pietá” y los esclavos a madio esculpir que le sirven de comparsa. Pero nadie puede irse de Florencia sin comprobar que el “David” existe y que está allí.

En fin, más aconsejable es el Museo del Bargello, con su colección de estatuas donde solo por ver el “David” de Donatello, vale la pena pagar la entrada.

Ya solo nos quedaría la iglesia de Santa María Novella, la de Ognisanti, los palacios Rucellai, Corsini, Strozzi............descubrir por cuenta propia rincones sorprendentes, capillas, madonnas escondidas por las esquinas, fuentes, logias, pedazos de muralla, puertas a las que nadie hace puñetero caso. Cada rincón de Florencia guarda una historia, como el rincón escondido donde un carpintero encola sillas mientras evoca un aria de Verdi haciendo dúo el Pavarotti de la radio.

Pero Florencia no nos enseña solo arte, también enseña, la dulzura de vivir la vida como arte hasta para tomar el aperitivo, acostumbrada desde hace siglos a la belleza ........corbatas de seda, joyas, zapatos, salchichones, muebles o vinagres aromáticos, que más da.

Si queremos más, no hay sino dejarse arrastrar hasta el mirador de Fiésole, no por visitar el circo romano o los muñecos etruscos, o el duomo, que también, sino para echarse al gaznate unas frascas de “chianti” contemplando Florencia bajo un emparrado. Ver Florencia así, desde la distancia, a salvo de sus atracones de arte, puede ser una buena vacuna contra el síndrome de Stendhal.

En cuanto al síndrome de Tomás, una vez que hayamos puesto los reales en la ciudad, ya no habrá nada que nos la saque de la memoria.

Por la vida, Ilis
 
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