BASTA YA
Cuando se vuelve a Graná, urge alcanzar la Sabika (colina coronada por la Alambra). La colina atrae como un imán. Cuesta de Gomérez arriba, sorteando turistas, souvenirs y restaurantes más o menos típicos y una vez cruzadas las avenidas de las Alamedas y de los Alixares, se llega hasta las puertas del Generalife. Hay que paarse ante ellas sin traspasarlas para admirar la ciudad a los pies.
Hay buenos motivos para hacerlo, lo que desde allí se ofrece es un regalo para la vista: las estrechas calles del entramado urbano; los miradores desde donde se contemplan la Alambra y el Albayzín; la imponente Sierra Nevada.
Lo que se contempla justifica sobradamente aquellos versos:
“Dale limosna, mujer,
que no hay en el mundo nada
como la pena de ser
ciego en Granada”
Es cierto, pero Graná es también sonido. No hay más que poner el oído atento. Entonces las calles, palacios y jardines hablan de una ciudad que nació mora y, contra su voluntad, acabó cristiana (nunca se respetaron las capitulaciones de su rendición).
Por encima de todos los sonidos, el incesante rumor del agua. Según el Corán, en el paraíso hay “pabellones bajo los que fluye el agua de los cuatro ríos de la vida” y esos ríos fueron los que quiso construir el alarife (arquitecto en árabe) de ahí Generalife (jardín del arquitecto) aprovechando el agua de la vecina Sierra Nevada.
Graná parece estar presidida por el agua, no hay plaza sin la fuente que te sorprenda, y por si fuera poco, dos ríos, el Darro y el Genil, que suman sus voces al rumor cantarín de múltiples caños.
La misma voz del agua que nos recibe en el Generalife se volverá a escuchar mientras se pasea por la Carrera del Darro, antes de que éste desaparezca bajo la Plaza Nueva. El río también habla trayendo viejas leyendas junto al Bañuelo (antiguos baños árabes), agita jirones de historia en el convento de Santa catalina de Zafra y se estremece con la frustrada historia de amor que se vivió en la casa del Castril, hecha piedra con la inscripción “esperándola en el cielo” sobre uno de sus balcones. Y la misma voz, a orillas del Genil, en la ciudad nueva, en torno a la basílica de la Virgen de las Angustias.
En la cima del cerro del Sol, entre la frondosidad del Generalife. Los muchos canalillos que llevan el agua desde la Acequia Real hasta fuentes y surtidores, son los responsables de que los jardines hayan olvidado que nacieron como tierras de cultivo en torno al palacio de verano de los reyes nazaríes, mostrando orgullosos una cuidada vegetación.
Hay pocas experiencias tan gratificantes como la de dejarse llevar por el rumor del agua, con la vista perdida entre los infinitos verdes de álamos y arrayanes. El Generalife está hecho para pasearlo, para perderse por los senderos, pabellones y porticos que conducen al Patio de la Acequia donde el túnel de surtidores hace verdad las palabras de Lorca “Allá arriba, en el Generalife, Granada sufre una pasión por el agua”.
Así, sin abandonar el curso del agua, se cruza la Cuesta del Rey Chico para entrar en el recinto de la Alambra, donde patios, surtidores y salones dejan sentir su acento andalusí. Ni Carlos V, en lo que, sin duda, fue un acto de soberbia, cuando levantó allí su residencia con materiales arrancados de otros pabellones, logró acallar esa voz.
Reconstruida en diversas ocasiones, superviviente de varios incendios, abandonada durante siglos, la Alambra sigue sorprendiendo, desconcertando y conmoviendo por la belleza de sus artesonados, los juegos de luz que se filtran entre las celosías o el estallido de color de sus cerámicas. Y sorprende mucho más cuando se piensa cómo esta pequeña ciudad regia, un conjunto de edificios construidos con materiales pobres y encerrados dentro de un entorno militar amurallado, ha sobrevivido a tantas y tan adversas pruebas.
En los ventanales del Salón de Comares, una inscripción en caligrafía cúfica reza “Mi dueño Yusuf me ha cubierto ¡Alá lo proteja! Con galas de esplendor y arte perfecto” Y reza bien, pues la ornamentación enmascara la pobreza de los materiales de construcción que subyace bajo ella. De este modo, arabescos, macárabes y caligrafías transforman la piedra y el ladrillo de la Alambra en autentica obra de arte. Todo se ajusta a la creencia islámica de que la belleza no es otra cosa que la evidencia de la infinita bondad del Creador.
La luz, las texturas, las delicadas penumbras, los brillos, conforman en la Alambra tado un universo. La escenografía que dibujan desubica al visitante envuelto en el anacronismo del continuo trasiego de visitantes de todas las nacionalidades.
Así es la Alambra, un paseo entre arquerías, mosaicos, macárabes y estanques que ejercen de espejos y devuelven la imagen casi irreal de los edificios. Cuando la Torre de Comares se refleja en el lago del patio de los Arrayanes, disimula su piedra desnuda. Cuando uno entrevé la fuente central del Patio de los Leones, enrcerrada entre 124 columnas de mármol blanco, cree estar inmerso en un espléndido decorado dibujado por el agua, que discurre desde la pileta central siguiendo una serie de acequias. Poesia pura este Patio de los Leones. Por lo que encierra y por los versos de Ibn Zamrak que adornan sus paredes:
“Líquida plata que se desliza entre joyas,
blancura y transparente belleza que no tiene igual.
Agua y mármol se confunden a la mirada,
Y no sabemos cuál de los dos corre veloz”
No se podría definir de mejor manera el constante juego entre la verdad y la mentira, la realidad y el ensueño, que supone deambular por el recinto de la Alambra. La suntuosidad de la Sala de Abencerrajes contrasta con la castrense desnudez de la Torre de la Vela, sobre la muralla. La luz que inunda los parios de los Arrayanes, de Machuca o de Comares, se contrapone a la penumbra que reina en la Sala de los Mocárabes. Y así hasta el infinito.
La pirueta final, la más rotunda, llega cuando uno se encuentra entre el fuego cruzado de la Graná árabe y la cristiana, personificada en la mole renacentista del Palacio de Carlos V. La sólida fachada y la redondez de su patio circular hacen olvidar la delicadeza del mundo árabe y advierten que todavía hay otra Graná por escuchar.
Pero eso será otro día, pues Graná no es para uno solo.
Por la vida, Ilis
Cuando se vuelve a Graná, urge alcanzar la Sabika (colina coronada por la Alambra). La colina atrae como un imán. Cuesta de Gomérez arriba, sorteando turistas, souvenirs y restaurantes más o menos típicos y una vez cruzadas las avenidas de las Alamedas y de los Alixares, se llega hasta las puertas del Generalife. Hay que paarse ante ellas sin traspasarlas para admirar la ciudad a los pies.
Hay buenos motivos para hacerlo, lo que desde allí se ofrece es un regalo para la vista: las estrechas calles del entramado urbano; los miradores desde donde se contemplan la Alambra y el Albayzín; la imponente Sierra Nevada.
Lo que se contempla justifica sobradamente aquellos versos:
“Dale limosna, mujer,
que no hay en el mundo nada
como la pena de ser
ciego en Granada”
Es cierto, pero Graná es también sonido. No hay más que poner el oído atento. Entonces las calles, palacios y jardines hablan de una ciudad que nació mora y, contra su voluntad, acabó cristiana (nunca se respetaron las capitulaciones de su rendición).
Por encima de todos los sonidos, el incesante rumor del agua. Según el Corán, en el paraíso hay “pabellones bajo los que fluye el agua de los cuatro ríos de la vida” y esos ríos fueron los que quiso construir el alarife (arquitecto en árabe) de ahí Generalife (jardín del arquitecto) aprovechando el agua de la vecina Sierra Nevada.
Graná parece estar presidida por el agua, no hay plaza sin la fuente que te sorprenda, y por si fuera poco, dos ríos, el Darro y el Genil, que suman sus voces al rumor cantarín de múltiples caños.
La misma voz del agua que nos recibe en el Generalife se volverá a escuchar mientras se pasea por la Carrera del Darro, antes de que éste desaparezca bajo la Plaza Nueva. El río también habla trayendo viejas leyendas junto al Bañuelo (antiguos baños árabes), agita jirones de historia en el convento de Santa catalina de Zafra y se estremece con la frustrada historia de amor que se vivió en la casa del Castril, hecha piedra con la inscripción “esperándola en el cielo” sobre uno de sus balcones. Y la misma voz, a orillas del Genil, en la ciudad nueva, en torno a la basílica de la Virgen de las Angustias.
En la cima del cerro del Sol, entre la frondosidad del Generalife. Los muchos canalillos que llevan el agua desde la Acequia Real hasta fuentes y surtidores, son los responsables de que los jardines hayan olvidado que nacieron como tierras de cultivo en torno al palacio de verano de los reyes nazaríes, mostrando orgullosos una cuidada vegetación.
Hay pocas experiencias tan gratificantes como la de dejarse llevar por el rumor del agua, con la vista perdida entre los infinitos verdes de álamos y arrayanes. El Generalife está hecho para pasearlo, para perderse por los senderos, pabellones y porticos que conducen al Patio de la Acequia donde el túnel de surtidores hace verdad las palabras de Lorca “Allá arriba, en el Generalife, Granada sufre una pasión por el agua”.
Así, sin abandonar el curso del agua, se cruza la Cuesta del Rey Chico para entrar en el recinto de la Alambra, donde patios, surtidores y salones dejan sentir su acento andalusí. Ni Carlos V, en lo que, sin duda, fue un acto de soberbia, cuando levantó allí su residencia con materiales arrancados de otros pabellones, logró acallar esa voz.
Reconstruida en diversas ocasiones, superviviente de varios incendios, abandonada durante siglos, la Alambra sigue sorprendiendo, desconcertando y conmoviendo por la belleza de sus artesonados, los juegos de luz que se filtran entre las celosías o el estallido de color de sus cerámicas. Y sorprende mucho más cuando se piensa cómo esta pequeña ciudad regia, un conjunto de edificios construidos con materiales pobres y encerrados dentro de un entorno militar amurallado, ha sobrevivido a tantas y tan adversas pruebas.
En los ventanales del Salón de Comares, una inscripción en caligrafía cúfica reza “Mi dueño Yusuf me ha cubierto ¡Alá lo proteja! Con galas de esplendor y arte perfecto” Y reza bien, pues la ornamentación enmascara la pobreza de los materiales de construcción que subyace bajo ella. De este modo, arabescos, macárabes y caligrafías transforman la piedra y el ladrillo de la Alambra en autentica obra de arte. Todo se ajusta a la creencia islámica de que la belleza no es otra cosa que la evidencia de la infinita bondad del Creador.
La luz, las texturas, las delicadas penumbras, los brillos, conforman en la Alambra tado un universo. La escenografía que dibujan desubica al visitante envuelto en el anacronismo del continuo trasiego de visitantes de todas las nacionalidades.
Así es la Alambra, un paseo entre arquerías, mosaicos, macárabes y estanques que ejercen de espejos y devuelven la imagen casi irreal de los edificios. Cuando la Torre de Comares se refleja en el lago del patio de los Arrayanes, disimula su piedra desnuda. Cuando uno entrevé la fuente central del Patio de los Leones, enrcerrada entre 124 columnas de mármol blanco, cree estar inmerso en un espléndido decorado dibujado por el agua, que discurre desde la pileta central siguiendo una serie de acequias. Poesia pura este Patio de los Leones. Por lo que encierra y por los versos de Ibn Zamrak que adornan sus paredes:
“Líquida plata que se desliza entre joyas,
blancura y transparente belleza que no tiene igual.
Agua y mármol se confunden a la mirada,
Y no sabemos cuál de los dos corre veloz”
No se podría definir de mejor manera el constante juego entre la verdad y la mentira, la realidad y el ensueño, que supone deambular por el recinto de la Alambra. La suntuosidad de la Sala de Abencerrajes contrasta con la castrense desnudez de la Torre de la Vela, sobre la muralla. La luz que inunda los parios de los Arrayanes, de Machuca o de Comares, se contrapone a la penumbra que reina en la Sala de los Mocárabes. Y así hasta el infinito.
La pirueta final, la más rotunda, llega cuando uno se encuentra entre el fuego cruzado de la Graná árabe y la cristiana, personificada en la mole renacentista del Palacio de Carlos V. La sólida fachada y la redondez de su patio circular hacen olvidar la delicadeza del mundo árabe y advierten que todavía hay otra Graná por escuchar.
Pero eso será otro día, pues Graná no es para uno solo.
Por la vida, Ilis