6º Día.- martes 9 de diciembre.-
Día grande en Marruecos, Fiesta del cordero.
Todos los comercios cerrados. Tan sólo alguna gasolinera abierta, pero sólo dispensan combustible. La auto, ha ido cambiando de color según pasan los días, ahora es ocre. Una espesa capa de barro y polvo la cubre por completo y eso me agobia. En todas las estaciones de servicio hay lavadero de coches, pero hoy todo vacío. Nos detenemos en una en la que hay un operario y cuando le digo que quiero lavar la auto, dice que no, que “tut fermé”, le digo que me deje la manguera y yo la lavo, me contesta que no, que si “tut fermé, pues tut fermé”. Contrito, subo a la auto y volvemos a la carretera. No hay tráfico. Kilómetros y kilómetros por terreno desértico y solos. Un verdadero y extraño placer cuando paras en medio de un terreno tan solitario y silencioso.
Un dia espléndido en lo meteorológico. Hace calor. Un ligero jersey es suficiente. Paramos de vez en cuando en mitad de la nada y, curioso, ¡no aparece nadie¡ esto es raro en esta tierra, ya lo sabéis los que la conocéis.
En los pueblos por los que vamos pasando, vemos grupos de personas, siempre hombres, con sus chilabas de día festivo, orando, en una loma, en pleno campo. En las puertas de muchas casas, las mujeres y los niños, degollando, desangrando, despellejando corderos que luego ponen a airearse.
Llegamos a Ouarzazate, vemos la ciudadela, está cerrada al publico. Cruzamos la ciudad por amplias avenidas completamente vacías, todo está cerrado y apenas hay nadie por las calles. Damos unas vueltas por el centro y a la salida de la población vemos un local de aire italiano-moruno, con una soleada terraza y aprovechamos para tomarnos unos zumos de naranja.
Volvemos a la carretera, dirección Marrakesh.
Muy pronto llegamos a una de las joyitas del viaje: Ait Benhadou. Poco antes de llegar a la población, hay una loma desde la que se divisa la Kasbah, así con mayúsculas. Es impresionante, es como volver muchos siglos atrás. Recorremos el pueblo tratando de encontrar el acceso a la ciudadela, pero en la primera pasada no lo vemos. En el centro, hay un complejo de hoteles y restaurantes, formando un polvoriento círculo, pues ahí está el acceso. Es una calle estrecha, en cuesta, que termina en el rio, y la única forma de atravesarlo hoy es saltando de piedra en piedra. Algo he leído de que ponen borriquillos para que los turistas puedan cruzarlo. Pero ya he comentado que durante esta semana los únicos turistas que hay en el sur de Marruecos somos nosotros y para dos personas, pues no van a molestarse en poner el servicio de burro-taxi.
Agilmente y con soltura vamos pasando de piedra a piedra, bueno mi señorita Dª Chus con menos soltura, y así llegamos hasta las puertas de la fortaleza donde un individuo greñudo nos exige 10 dh por cabeza, no es mucho y si le aprietas un poco hasta te da un tiket, dice que el dinero es para la rehabilitación del entorno, vale.
A través de estrechas callejuelas y empinadas escaleras, llegamos hasta lo más alto de la construcción, toda ella de adobe y piedra. La vista sobre el rio y los palmerales es magnífica. Vive gente allí dentro, con sus vacas y corderos.
Finalizamos la visita y volvemos a la loma que vimos a la entrada del pueblo, situando la auto de forma que la kasbah llenaba la ventana de nuestro saloncito. Y allí comimos, mecidos por un fuerte viento que hacía bambolearse al vehículo.
Un brevísimo descanso, unas últimas fotos y volvemos a la ruta. Queremos llegar hoy a Marrakesh y aunque apenas hay 200 kilómetros sabemos que nos espera un duro recorrido, tenemos que pasar el Tizi-n-Tichka, con sus 2.260 metros y vemos que las condiciones del tiempo están empeorando.
La carretera se va estrechando, no hay arcenes, el firme no es muy bueno, por suerte no hay tráfico y las pendientes son largas y no excesivamente pronunciadas. En las aldeas por las que pasamos, los niños y jóvenes utilizan la carretera general para jugar a la pelota, todos te hacen gestos con las manos y te saludan, es agradable.
El viento que nos acompañó desde que salimos de Ait Benhadou se ha transformado en ventisca y la temperatura ha bajado mucho. Encontramos nieve y hielo en las cunetas y la marcha se hace muy lenta, mejor, porque el panorama que se nos presenta según subimos es impresionante: montañas, rocas, valles allí abajo con su correspondiente riachuelo, a veces iluminado por algún ocasional rayo de sol. Ni un solo coche en la carretera, nadie, hasta que saliendo de una pronunciada curva vemos que hay un hombre en mitad del asfalto haciendo señas de que paremos, cuando llegamos a su altura vemos que lo que quiere es vendernos unos minerales, muy llamativos, pero se nota a la legua que están pintados de rojo…
Cuando llegamos a la cumbre del puerto, aún es de día, hace frio y sopla una fuerte ventisca. Los comercios de fósiles, aparentemente cerrados. De uno de ellos sale un moro, corriendo en dirección a nosotros, que nos hemos detenido para hacer unas fotos. Ya que no queremos comprarle nada se empeña en que le regalemos algo, lo que sea, ropa, aspirinas, calzado. Como ya sabemos de qué va el asunto, antes de bajar de la auto me pongo al cuello una llamativa bufanda, de colorines, que yo sería incapaz de usar aquí en España, y haciendo muchos aspavientos como si me diera mucha pena perderla, se la doy, iluso de mí pensando que nos dejaría en paz, pero no, el moro no era bueno, cuando toma la bufanda me dice que es muy buena, que le gusta mucho y que me tiene que dar algo a cambio, yo que no quiero nada, que me tengo que ir que se me va a hacer de noche, tira y afloja, al final acepto un trozo de cuarzo como trueque. ¿Pensáis que por fín nos dejó tranquilos?, pues no. Volvió a la tienda y regresó cargado de collares “para la siniora”, barato barato. Un par de gorrillas de visera para el moro y salimos zumbando puerto abajo.
El descenso interminable; se nos hizo de noche enseguida y nuestras luces apenas alumbraban la carretera. Atravesamos algunas míseras poblaciones, sucísimas. Cuando ya estábamos a 60 km. de nuestro destino, la carretera mejoró algo, pero en cambio aumentó el tráfico y de noche es muy peligroso conducir por Marruecos: las bicicletas no llevan luces, los burros tampoco, no se respetan las más elementales normas de seguridad, así que nos situamos detrás de una lenta camioneta y así hicimos nuestra entrada triunfal en la imperial ciudad de Marrakesh.
Como ya conocíamos la ciudad, tratamos de llegar hasta el aparcamiento de la Koutubia, pero nos despistamos y nos vimos metidos de lleno en las estrechas callejuelas de la medina, atestadas de gente, animales, puestos de fruta, un verdadero caos. Paramos un taxi, de los pequeños y por una mísera cantidad, 20 dh, nos sacó de allí y nos condujo hasta la misma entrada del parking.
Duro regateo con el guarda nocturno y al final por unos 60 dh nos concedió 24 horas de estancia. Aparcamos al final de la calle, en la zona reservada a las autos, aunque esa noche no había ninguna más. A pesar de lo tardío de la hora, las 23:00 h. y de la paliza del viaje, nos fuimos de paseo a la célebre plaza J’mal Fna, atestada de gente, muchos corrillos con las más diversas historias, mucha música, mucho ruido, mucho humo de los numerosos chiringuitos de comidas que todas las tardes montan formando calles, por las que es imposible pasear sin que te asalten los numerosísimos camareros tratando de llevarte a su negocio. Resistimos los embates y tras una atenta inspección de los tenderetes, nos decidimos por uno que nos pareció el menos sucio de todos.
Pedimos los típicos pinchitos, tajin de pollo y algo que yo no había probado nunca y que ahora recomiendo porque estaba exquisito y es la “pastella”, una especie de torta rellena de carne de pollo o paloma, condimentada con canela. Terminamos la cena con unos vasos de excelente té en una de las balconadas de la Plaza.
Kilómetros recorridos hoy, 324.
Total: 2267 km.