Cuando ya vemos que lo nuestro no es la pesca, al menos aquí en Noruega,
nos encaminamos hacia Geiranger. Había visto millones de fotos del famosísimo fiordo
pero estar aquí me puso “los pelos de punta”; me sentía transportada a todos los
catálogos de viajes, a todas esas imágenes en mi cabeza que tenia de él. Aunque parezca
exagerada no lo soy, de verdad, es que lo viví así realmente. Para ser totalmente sincera
y lo más objetiva posible, había visto desde el principio de este viaje preciosas imágenes
que tenía grabadas en mi cabeza y que representarían magníficamente al país, así que
aunque Geiranger es un fiordo magnífico, a mi parecer tiene muchísima fama por ser
imagen publicitaria pero no por ser más bonito que otras muchas postales que nos
hemos dejado atrás; esto es lo más objetivo que puedo deciros pero, por supuesto, su
contemplación, desde el mirador que hay antes de llegar al pueblo, es puro placer; la
estampa la completan los barquitos que lo surcan. Mientras Antonio y yo estábamos
extasiados ante tanta belleza, las niñas se refrescaban en la cascada que había junto a
nosotros -¿no es deliciosamente ideal?-. El pueblo de Geiranger no tiene en mi opinión
demasiado interés en sí mismo sino fuera por su emplazamiento, ya que básicamente es
comercial y turístico; su camping sí es muy recomendable. Como he dicho, el sol sigue
brillando y el día está totalmente claro, así que aprovechamos para subir a Danilsba.
La carretera para subir al mirador merece la pena por sí misma ya que ofrece
una vistas impresionantes de lagos helados, montañas nevadas y paisajes maravillosos
pero cuando estás arriba -antes tienes que pagar 65 coronas- es realmente sobrecogedor.
No tengo palabras -esto lo he dicho ya muchas veces en el relato pero es que no se
puede describir tanta perfección; una imagen vale más que mil palabras- así que os
recomiendo encarecidamente que subáis para comprobarlo in situ. Las niñas se lo
pasaron en grande jugando con la nieve y explorando el terreno, siempre teniendo
cuidado porque las zonas de nieve eran profundas nada superficiales. Almorzamos en
este precioso lugar y después de la siesta, nos despedimos con alegría por haber subido.