La carretera que lleva al glaciar es estrecha pero antes de llegar, desde un
mirador, ya se obtiene una imagen de él, surcando dos montañas y formando una
perfecta composición que una vez más las aguas del fiordo duplican.
Dejamos la auto en el parking del glaciar, a la entrada de la zona donde
comienza la ascensión hasta el manto blanco, previo pago de 50 coronas por una hora
(no teníamos más coronas así que nos arriesgamos). Se puede hacer la subida en coche,
por un camino de montaña y por el carril que utilizan los automóviles y que presenta
menor dificultad, así que elegimos el último. Tardamos dos horas en llegar al glaciar
pero merece la pena ¡Dios si merece la pena! El camino es bonito y la cascada con el
puente de la foto publicitaria es divertida porque todos nos dejamos mojar mientras
suena el disparador automático, pero cuando llegas se te hiela la sangre de la impresión
¡es enorme e inspira respeto! Sacamos nuestros bocadillos y todo el arsenal de refrescos
y dulces que habíamos traído para reponer fuerzas -sobre todo para que las niñas se
entretuvieran un rato, la verdad- a la orilla del lago que forma el glaciar. Y cuando
estamos entretenidos en semejantes labores culinarias, a los pies de la lengua de hielo,
somos testigos de una avalancha pequeña, pero estremecedora, que hace rugir al glaciar
de forma salvaje y a nosotros nos pone los pelos de punta -no quiero ni imaginar cómo
se sintieron las personas que en ese momento, previo contrato, estaban andando por
encima de él-. Esta experiencia es de esas que no olvidas en la vida, un maravilloso
recuerdo, mejor que cualquier foto, es la cara de mi hija Ana cuando “se enfadó la
montaña”. Comemos en el parking del Parque Natural Brikdarbreen, sin pagar más que
lo que echamos al principio, y desandamos el camino parando sin cesar para hacer
millones de fotos.