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Viajes por Europa (III parte). Castillos del Loira (II parte), Valle del Mosela, Selva Negra y Austria.
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INTRODUCCIÓN
Mi pasión por viajar comenzó de niño, con un libro de Julio Verne y la colección completa de
Fauna de Salvat que me había regalado mi prima Pilar cuando cumplí siete años. En casa,
precisamente, lo único que sobraba eran libros, y yo, me entretenía recorriendo estanterías y
muebles que mi abuela tenía en nuestra pequeña casa de Aranjuez. Subido a un desgastado
taburete de madera tocaba las palabras que se encerraban en los nuevos, viejos, anónimos,
leídos o deshojados libros. Acercaba un libro a mi nariz y lo olía. Olía a naftalina y a humedad.
Pasaba la palma de mi mano y sentía el tacto de un papel que unas veces era áspero, otras veces
suave, otras con relieve y otras frágil. Me llamaban la atención los grabados hechos a plumilla en
el que los trazos eran fotografías que plasmaban el alma de una mirada. Me fijaba en los retratos
de mujeres, hombres y niños y me parecían feos, muy feos; no veía esos rostros, esas
expresiones, más que en cuadros. Ni mis abuelos, ni mis padres, ni mis primos, ni mis vecinos, ni
siquiera el resto de habitantes de Aranjuez eran así; en televisión tampoco, pero sus profundas
miradas escondían una invitación para viajar al pasado, al origen de nuestro presente.
Cogía ansioso los libros; de dos en dos, siempre quería más de uno. Viajaba a África y me
convertía en un guerrero Masai. Los pigmeos eran como yo: seguro que los podía en un mano a
mano. Descendía el río Orinoco, y luchaba con leones y enormes mosquitos mientras el húmedo
calor de la selva mojaba mi ropa. Martilleaba en la fragua de Vulcano de Velázquez, y esperaba
turno para comerme un huevo frito con patatas que una vieja malhumorada freía en una sartén de
saldo. Participé en muchas batallas, y a pesar de lo que la historia diga, en Lepanto lo pasamos
muy mal. Navegué con Juan Sebastián Elcano y durante un mes fui grumete en un bajel pirata. Vi
las crueldades de Hernán Cortés y de los aztecas. Fui prisionero de Zenda, y en una venta
manchega conocí a Sancho Panza. Allí, con Cervantes de testigo, Rinconete y Cortadillo
desplumaban a un carretero de barba de seis días, de corta inteligencia y mucha bravuconería.
Todo eso lo vivía yo, mientras un viento frío de seis grados bajo cero, era el carcelero que me
impedía salir a jugar a la calle en los helados días de invierno. Helados días de un Real Sitio que
quedaba mudo y se refugiaba en sí mismo a la espera de una primavera que siempre tardaba en
llegar. En esos fríos y duros inviernos de ropa de pana y lana, de pies congelados, de gente seca
y agazapada en casa, comencé a viajar desde una habitación caldeada a base de estufa de leña,
donde dos cuadros del Puente de Barcas y una foto de mi padre colgaban de la pared como el
que cuelga un Goya.
Llegué a la conclusión de que viajar no es solo cuestión de dinero: no es estar ni ir; no es ver y
contar. Viajar es imaginación, es deseo, es sentimiento, es simplemente vivir desplazado en un
sitio soñado.
Y hoy, recordando esos días y los que vinieron después, paso las manos por mis ojos y las deslizo
por la cara hasta llegar a unos labios que se sonríen y que comprenden que los sueños muchas
veces se cumplen. Mi sueño se cumple: hoy me voy de nuevo de viaje; un cuadro y un libro que
tenía pendiente desde hace años.
Una vez de vuelta, y analizando detenidamente los momentos vividos, creo que, posiblemente,
este haya sido uno de los viajes más preciados de los que he realizado en mi vida. No caeré en el
vicio del misticismo, ya que ni me he encontrado conmigo mismo, ni he hallado en su totalidad la
ansiada paz interior, pero si tuviera que sintetizar en una sola palabra las incontables emociones
traídas de este recorrido por Europa, creo que escogería la de “fascinante”.
Después de los viajes hechos los dos años anteriores, había llegado el momento en el que
pensábamos que era imposible ver algo más bello de lo que habíamos visto; pero no, de repente,
ante nuestros ojos, se nos han mostrado lugares y rincones, si cabe, más bonitos todavía.
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