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Viajes por Europa (III parte). Castillos del Loira (II parte), Valle del Mosela, Selva Negra y Austria.
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CAPÍTULO 2 / Sábado 2 de agosto
(Duna de Pilat – La Rochelle): 253 Km.
El día se levanta demasiado puntual para mi gusto: a las siete de la mañana en punto suena el
despertador del móvil cuando nuestra intención de despertar eran las ocho y media. La costumbre
de madrugar no se olvida ni en vacaciones.
El desayuno de hoy es contundente: es un desayuno sobrio, de sonido de cucharillas, de
croissant, mermelada, Nocilla, galletas y bizcochos. Un único rayo de sol penetra por la ventana
de una autocaravana llena de ganas de vivir sensaciones nuevas; un desayuno que huele a café
recién hecho; un desayuno de ilusión.
Después de la opípara ingesta de dulces, salgo de la autocaravana como el que sale de una boda,
estiro un poco las piernas y tras cerrar puertas y ventanas nos ponemos en marcha. Salimos del
parking con la idea de no pagar ya que anoche nos pareció ver que cobran sólo a partir de las
nueve de la mañana. Craso error, en la garita ya se encuentra el cobrador dispuesto a recibir
como agua de mayo nuestros 9,20€. La próxima vez habrá que leer bien o, simplemente, llevar las
gafas limpias.
El trayecto entre la Duna de Pilat y La Rochelle es muy relajante: no acostumbro a hablar cuando
conduzco salvo que mi mujer me obligue…, me gusta mirar el paisaje cuando el tráfico me lo
permite. Estoy pendiente de la conducción pero también pienso en mis cosas. Juego con la
mente, intento adivinar cómo es la vida de los pueblos por los que pasamos. La naturaleza tiene
vida..., los árboles, las casas, el aire... sienten. Parece absurdo, lo sé, pero imaginarlo me
entretiene y me relaja dentro de lo que uno se puede relajar cuando se lleva un volante entre las
manos. Cambio el bufido del viento y el ruido del motor por música mental, que unas veces es
clásica, otras pop y otras, la compongo, me la invento. Me arrepiento de no haber estudiado solfeo
para poder escribirlo con notas. Como también me arrepiento de no haber estudiado una carrera
de letras para poder plasmar mis pensamientos y mis ideas en papel. Uno, a menudo, tiende a
arrepentirse y a no arrepentirse de las cosas según sea el momento y la situación; de las palabras
dichas y las omitidas; del pude hacer y no hice; del si lo llego a saber y realmente lo sabía. Yo, en
este momento de paisajes y carretera sólo me arrepiento de lo del solfeo y de lo de las letras: fue
una oportunidad perdida en esos días que crees que por salir del cascarón y ser joven, sabes más
que el mundo entero, cuando en realidad eres un ingenuo, un arrogante y un perfecto memo, que
metido en esa secta que suele ser a veces la adolescencia, cree estar en posesión de todas las
verdades de la vida: las absolutas, las relativas y las demás.
Me arrepiento de ello. Con frecuencia, los paisajes son para mí como libros en los que decido la
decoración, la temperatura, las caras y las voces de los personajes que imagino e incluso las
sensaciones que me produce el argumento. Con mi música sería mejor, y con mis letras
colocadas en el orden y lugar oportuno sería la leche.
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