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Viajes por Europa (III parte). Castillos del Loira (II parte), Valle del Mosela, Selva Negra y Austria.
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Los tenderetes de recuerdos son como un bazar, ofrecen mercancías de días de vacaciones, de
esas que se adquieren sin tener en cuenta las necesidades; de esas que, en la mayoría de los
casos, nunca se usarán: yo las llamo mercancías caprichosas. Las mujeres se detienen en los
puestos donde venden baratijas con premeditación, alevosía y casi nocturnidad, persuadiendo a
unos maridos que intentan escaquearse de soltar unos euros que, con seguridad, preferirían
gastarse en unas cervezas con los colegas del barrio mientras ven al Atleti ganar al Numancia...
No lo tienen nada fácil: los niños, aliados con sus madres, demandan un helado de doble bola de
chocolate tirando con insistencia del bolsillo del paterno pantalón. Al final, una mano mostrando
una sortija y una lengua lamiendo un helado. ¡Qué se le iba a hacer! Seguro que él se desquitará
cuando estén cenando.
Los adolescentes se reúnen en torno al puerto, envidiando a esa pareja de novios enamorados
que se besan en una embarcación un pelín hortera que hay atracada a escasos metros. También
se ven otras parejas que andan hacia ninguna parte: son parejas que prefieren pasear y
ausentarse del trajín circense del lugar, son los que se conforman con pasear por la orilla y vivir el
momento. Nosotros, absortos por la hermosura del lugar, fotografiamos esos instantes que la
mente olvidará salvo que los inmortalicemos para siempre.
En una esquina, una pareja de mendigos pide ayuda para comer. En su fuero interno reina la pena
de quien se sabe fuera de lugar: él, abatido por no poder ofrecer nada mejor a su mujer. Ella, por
ver la desesperanza en el alma desgarrada de su marido. Los dos, porque en ese momento
hubiesen deseado ser otras personas. Es el otro circo, el de la vida pura y dura.
El olor a pescado frito se mezcla con el de los pasteles y las manzanas caramelizadas, los
restaurantes vocean sus menús de cena: la competencia obliga a los camareros a aventurase en
las calles para convencer a un risueño gentío de que la mejor comida se sirve en su local. Imagino
que la mayoría llevarán razón: todos están llenos de turistas. Los vendedores ambulantes agitan
con insistencia sus productos, ante los ojos duros y seguros de un padre de familia que más que
rechazar, los repudia. No te digo nada de lo que dirá durante la cena, la sortija la tiene clavada en
el corazón… El helado menos.
Saboreamos unos deliciosos churros con chocolate (a los que aquí llaman Chichis… os podéis
ahorrar los comentarios jocosos porque es verdad…) que se nos ofrece en uno de los puestos
ambulantes y sintiendo ese olor a océano que tiene toda la ciudad y la tranquilidad que nos
acompaña por las casi desérticas calles del casco viejo, lentamente, y con parsimonia, nos
alejamos del Viejo Puerto imaginando historias de viejos mercenarios; en el fondo, tenemos alma
de marinero, aunque sea de agua dulce. El Tajo marca.
Recorremos el solitario casco histórico pasando por el Ayuntamiento de La Rochelle, un edificio
renacentista rodeado de una muralla de estilo gótico. La plaza a la que da nombre del Hotel de
Ville, está casi vacía. Un chisposo discípulo de Pocholo deambula de un lado a otro de la plaza
profiriendo exabruptos inaudibles (en francés), como mochila lleva una bolsa de un Intermarché
llena de cartones de vino de bodega cutre. Me da lo mismo como se llame: él se irá a casa
borracho de alcohol, yo me voy ebrio de imágenes, de gestos, de movimiento.
A las 23:30h llegamos a la autocaravana. Los niños que jugaban al fútbol esta tarde seguro que
dormirán hace rato, no hay nadie. La oscuridad y tranquilidad del parking contrasta con la
luminosidad y el bullicio del Viejo Puerto. Del cero al infinito en diez minutos, así son las cosas.
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