Viajes por Europa (III parte). Castillos del Loira (II parte), Valle del Mosela, Selva Negra y Austria.
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En este antagónico lugar, donde convive la soledad del macabro Nido del Águila y el magnífico
ecosistema de los lagos Königssee y Obersee, uno se adentra en el territorio de un pueblo bávaro
comparable a la lectura de un delicioso relato de realismo mágico. Los límites entre lo natural y lo
sobrenatural se dibujan en esta porción de tierra alemana inmersa de lleno en territorio austriaco.
Por una encantadora carretera de montaña repleta de curvas pero con unas vistas
impresionantes, llegamos a Berchtesgaden. Nos cuesta encontrar aparcamiento ya que en la
mayoría de lugares que aparentemente se puede aparcar nos encontramos siempre con la señal
de prohibido para autocaravanas. Finalmente, y tras dar más vueltas que un tío vivo, encontramos
un parking junto a la estación de tren, muy cerca del casco antiguo.
Mientras comemos, en poco menos de cinco minutos empezamos a tener vecinos. Y eso que
cuando hemos llegado pensábamos irnos porque no nos inspiraba mucha confianza el lugar…
Cogemos las cámaras y algunos apuntes de la ciudad y por una empinada cuesta llegamos al
típico pueblo alpino con casas de piedra, muchas engalanadas con banderas, y con los clásicos
tejados negros de pizarra para resguardarse de la nieve invernal. Según penetramos en sus
laberínticas callejuelas, la ciudad desvela su carácter inconfundible y nos sorprende con escenas
que pertenecen no a otro tiempo, sino a otra dimensión. El casco antiguo, con sus callejuelas
empedradas y peatonales, llenas de típicas cervecerías alemanas, está lleno de vida. Sus gentes
siempre encuentran un buen momento para sentarse en las terrazas mientras se toman una
cerveza bávara bien fría. También las tiendecitas de recuerdos y las pastelerías, cuyos
escaparates invitan a sumergirse de lleno en el noble arte del yantar, son la estampa inconfundible
de un pueblo de los Alpes que siempre hemos imaginado.
Hablando de cervecerías. Alemania es un país donde abundan los lugares para el gozoso arte de
la vianda, es más, creo que es uno de los que los acoge con más propiedad. El claro ejemplo son
los biergarten, o lo que es lo mismo, los Jardines de Cerveza, traducción literal pura y dura. Los
biergarten son unos espacios amplios, casi siempre al aire libre, que están rodeados de pequeños
puestos de bebidas y de comida. Su entorno está repleto de largas mesas de madera donde los
clientes se sientan a degustar su comida. Por regla general, los que lo hacen no suelen ser
vegetarianos, más que nada por los kilos y kilos de panceta, morcillas, salchichas, chorizos y otras
derivaciones del cerdo que allí se devoran con ansia. He de reconocer que verduras he visto
pocas. Los frecuentan todo tipo de personas: desde solitarios barrigudos que saborean con deleite
una rica cerveza alemana, hasta distinguidas ancianas que aprovechan para tomar el aperitivo
mientras repasan el diario local del día. Esto no es nuevo para nosotros, el año pasado lo pudimos
comprobar en la stadtfest de Füssen o en la de Obernai. Delicioso recuerdo. Y todo esto viene a
cuento, porque Berchtesgaden es uno de esos lugares donde los biergarten proliferan en cada
calle de la ciudad.
En uno de ellos, nos sentamos tranquilos y cómodos en una de las tantas originarias sillas de
madera y de inmediato se acerca el mozo alemán, con la característica chaqueta color Burdeos y
el pantalón negro. No pedimos nada fuera de lo común: una simple cerveza, una Coca-Cola y un
café con leche que nos servirán de excusa para permanecer en el lugar. Aprovechamos la espera
para observar todo como un niño que descubre juguetes guardados durante mucho tiempo en un
arcón. Observamos y tocamos las mesas y las sillas de madera gastadas por el tiempo. A nuestro
alrededor, en otras mesas, más personajes comen y beben como si lo fuesen a prohibir; otros,
simplemente, ven pasar el tiempo, que aquí no sólo se tiene la sensación de que no se pierde,
sino de que se recupera.
A los tres minutos, el camarero se acerca tímido y silencioso con nuestro pedido, acostumbrado
seguramente a no querer interrumpir a los clientes ensimismados en sus pensamientos. Pone
sobre la mesa la cerveza, la Coca-Cola y una pequeña taza blanca, a la que agrega un aromático
café y, posteriormente, un poco de leche. Una vez más, me brotan recuerdos, en este caso, de
cuando en mi casa tomaba remolonamente el café con leche antes de ir al colegio en un tazón
también blanco, que parecía no tener fin y que siempre dejaba por la mitad ante la insistencia
frenética de mi abuela.