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Nosotros aparcamos, sin problemas, en la calle principal del pueblo; es la
carretera que lo atraviesa y no hay ningún parquímetro ni nada, sólo sitio libre para
estacionar. Cambiamos dinero en un banco acogidos con amabilidad por la paciente
cajera y un cliente que nos ayudó en nuestro “pobre sueco” y entramos en una pequeña
cafetería con vistas al mar, donde degustamos repostería de la buena. El establecimiento
estaba decorado con motivos cinéfilos y tras pagar la consumición podías servirte todo
el café que desearas. Además de ricos pasteles también probamos la típica “tosta” de
pan con gambas, huevo, lechuga y salsa. No somos mucho de “cultura gastronómica”,
pero de lo que siempre podemos informar con detalle es de la “cultura pastelera” de
cada país que visitamos –no hemos criado estos cuerpos para abandonarlos a cualquier
cosa- y podemos asegurar que la sueca es muy pero que muy buena. El pueblo está lleno
de tiendas curiosas y en las que venden caramelos podemos ver en directo, a través de
un gran ventanal de cristal, cómo los fabrican y les dan distintas formas y colores.
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