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Nos vamos hacia Mostar por una carretera de montaña que no habíamos utilizado otras veces,

con un preciosos paisaje y una carretera bastante peligrosa, sin quitamiedos, transitadísima y

estrechísima.

Atravesando toda la ciudad llegamos a Campanile, el lugar cercano a la Iglesia y el Convento

donde hace años entramos por la parte trasera que nos abrió el chico de la gasolinera y que

tan mal sentó a varias ACS de franceses que estaban allí. ¡Parecía que el lugar lo tenían en

propiedad! De todas maneras, ahora se accede por una barrera de la que se ocupan los

propietarios de la tienda, el aparcamiento, la tiendecita y la cafetería.

Es un sitio cómodo donde te cobran 5 euros diarios, sin luz, pero puedes tirar el casete

dándole una propina a la señora de la tienda y llenando agua dándole otra al chaval que limpia

los autobuses, pues el aparcamiento está destinado a los buses turísticos.

Se está muy cómodo y es bastante céntrico. El silencio sólo se ve interrumpido por las

campanas de la Iglesia que solo dejan de sonar desde las 10 de la noche hasta las 7 de la

mañana.

En la cafetería hay Wifi y es el único lugar de los Balcanes donde no han puesto el grito en el

cielo por pedir un vaso de leche en el desayuno y a lo que pidas, lo acompañan con unas pastas

que no te cobran. Los camareros son unos chicos jóvenes encantadores que por la noche se

reúnen con sus ordenadores ambientados por música suave muy de los años 70.

Nos marchamos a dar un paseo por el barrio turco después de comer y una reparadora siesta.

Llegamos ante el Stari Most, que es el reconstruido puente que separaba las dos comunidades: