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Antes de ir al camping, paramos en un supermercado cercano a la estación: hay que hacer la compra

básica para los próximos días. Es más grande de lo que uno esperaría para un pueblo de extrarradio

como éste, y alucinamos con los pasillos repletos de mil tipos de pasta fresca, seca, rellena, sin

rellenar, y con nombres que no hemos visto nunca. Compramos una especie de espaguetis

supergordos típicos de la Toscana (“

pici

”), y elegimos entre las decenas de versiones de salsa de

tomate. Con un poco de

guanciale

que también encontramos por allí, hoy cenaremos pasta

all’amatriciana

que nos queda exquisita.

Una vez en el camping, lo primero es ponerse el bañador y bajar a la piscina. Ir de excursión a la piscina,

mejor dicho, porque hay un buen trecho, y con cuesta. Cogemos el coche, que ya hemos andado

bastante por hoy. Por el camino vemos que este camping es básicamente un campamento de

bungalows oscuros y viejos, casi sin ventanas, ocupados por excursiones de jóvenes americanos en

viaje de juerga… digo… cultural… por Europa. Las parcelas ocupan una corta callecita, el resto es un

antiguo complejo que conoció tiempos mejores, allá por los años 80; se nota en la decoración, en la

pinta de la piscina y su bar…

La piscina cumple con su función: está mojada. Y hay muchas hamacas muy nuevas, ocupando hasta

el último centímetro de suelo libre a su alrededor. Bonito no es, y el césped es artificial, por lo que

cuando sales del agua chapoteas en una especie de alfombrilla encharcada, lo que resulta bastante

desagradable. Pero se agradece el baño, y al salir incluso se agradece tumbarse al sol. Increíble, todo

el día suplicando una sombra, y ahora se está bien al sol. Qué cosas…

No me enrollo más: cenamos, descansamos un poco al fresco mientras nos devoran los mosquitos

tigre (hay que alimentar a la fauna local) y a la cama temprano, que mañana nos espera otro duro día

de sol en Roma. Qué dura es la vida del turista…