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Viajes por Europa (III parte). Castillos del Loira (II parte), Valle del Mosela, Selva Negra y Austria.
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Quizá sea una de las más bellas y radiantes catedrales de las muchas que he visto en mis viajes.
Sólo basta alzar la vista desde la esquina de la Kaiser-Josephstrasse con la Münsterstrasse para
observarla, imponente y lujosa, con la brillantez propia de un diamante pulido con perfección. Me
estoy refiriendo a la catedral de Friburgo, a la Münster, como la llaman los alemanes, una
verdadera joya arquitectónica que se tardó más de 300 años en acabar, y que posee la aguja más
esbelta y más bella de la cristiandad. Al observarla de cerca, el cuello se estira a más no poder y
los ojos tratan de encontrar la punta de su esbeltez. Escalarla con la mirada, puede dejar más de
un cuerpo contracturado. Tanta belleza bien vale un esfuerzo. Lo malo es que lo que no han
conseguido los ejércitos ni el paso del tiempo lo van a conseguir las palomas, que por miles
habitan en cualquier rincón, y que día tras día agotan las piedras y desdibujan esta maravilla. Este
es un mal endémico de muchos lugares que hemos visitado, y el más llamativo es la plaza de San
Marcos de Venecia. Friburgo no llega a ese extremo pero no se ha de descuidar.
La catedral de Friburgo se viste de romería de domingo: los fieles organizados por familias acuden
a misa de doce. A esta hora, un runruneo constante invade el templo, una hilera de
murmuraciones que reverberan en las hermosas vidrieras. Unas vidrieras soberbias. Son como
una pintura gótica. Los rosetones y ventanales, saturados por la mezcla de colores y sometidos
violentamente a la luz del sol, generan un mundo irreal, una atmósfera de ensoñación. Los
cristales de colores, entrelazados por delgadas líneas de plomo, plasman escenas religiosas y
cotidianas suplantando a los murales pintados en la pared. La Münster es como un caleidoscopio
gigante que te abraza por la calidez que inunda su interior. Los rayos luminosos calan con fuerza
los inmensos mosaicos multicolores y, parados frente a ellos, no cabe otra posibilidad que
sucumbir, absortos, al poderoso juego de la contemplación. Cuando hay misa no nos gusta estar
mucho tiempo dentro, tengo la impresión de que estamos violando su intimidad. Para no
importunar salimos, mientras, el olor a sándalo impregna el santuario.
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