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Viajes por Europa (III parte). Castillos del Loira (II parte), Valle del Mosela, Selva Negra y Austria.
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Los 186 Escalones de la Escalera de la Muerte
Franz yace en el suelo, ya no puede levantar más la gigantesca roca que ha portado sobre su
espalda durante más de cien escalones; está agotado. Ni los amenazantes gritos de los alemanes
ni sus incesantes golpes logran que ese hombre exhausto, consumido, acabado, se incorpore. El
cansancio y un inmenso vacío imperan sobre el miedo. Ya no le quedan fuerzas ni siquiera para
tener miedo. Hasta ahí llega el desaliento de un hombre al que han robado la dignidad, al que han
castigado hasta la extenuación. Unos años antes, Franz, en su pueblo, no hubiera podido
imaginar que otro ser humano fuera capaz de infligir tanto daño a un semejante. Le quedan aún
por subir más de cincuenta escalones hasta alcanzar la cima y concluir así otra extenuante
jornada de castigo, pero sus ojos llorosos se han quedado mirando un punto cualquiera cercano a
la muerte; no encuentra ningún motivo para levantarse. Junto a él reposa una piedra de tamaño
descomunal. Ya no puede más. Los golpes arrecian, y sus gestos de dolor no son tenidos en
cuenta. Sus lágrimas caen sobre el escalón y reposan en la indiferencia de los torturadores. Los
SS se muestran brutales, inmisericordes. Varios perros ladran sin parar; uno incluso ha mordido a
Franz en su pierna izquierda, provocándole un desgarro. Sus compañeros, la mayoría españoles,
contemplan la escena sin detenerse, tienen miedo a caer despeñados, a recibir más castigos, a
perder su exigua ración de comida diaria, a ser atacados por los agresivos canes. La cantera, esa
maldita cantera, es ya de por sí un castigo inhumano. Los austriacos del lugar la llaman
"Totenberg" (Montaña del muerto). Franz está sangrando por la cabeza, dos soldados tratan de
levantarlo por la fuerza; es inútil, el hombre del traje a rayas blancas y azules tiene los nudillos
destrozados, sus piernas de alambre no dan para más y su mente ha caído ya al vacío, después
le seguirá su cuerpo. En un último esfuerzo, ha saltado desde lo alto de la escalera para quitarse
la vida. En apenas unos segundos, su cuerpo recorre un descenso letal. El último sonido es el del
fin de su vida, la conclusión de una existencia que ha terminado en un sufrimiento atroz. Pesaba
38 kilos, cuarenta menos que cuando ingresó en el campo. No podía más. Llevaba ya unas horas
pensando que no tenía ganas de seguir viviendo. Bastaban unas jornadas en la cantera para que
algunos prisioneros desesperados alcanzaran esos pensamientos fatales. Vivir era ya para él
sinónimo de padecimiento, de denigración. Se acordó de sus hijos, pensó en la pálida tez de su
mujer; los imaginaba allá en su pequeño pueblo, de donde él había sido arrancado por la sinrazón
de los nazis.
Como Franz, 4.765 españoles murieron en Mauthausen.
Al salir de Mauthausen, se produce un silencio espeso, uno de esos silencios que hacen
desaparecer el mundo y dejan oír apenas el fuelle de la respiración y el latido del corazón. Inma,
Javi y yo nos miramos fijamente sin saber qué decir. Al igual que a los de Auschwitz,
Fürstengrube, Gurs, Buchenwald, Dachau, Flossenbürg, Neuengamme, Schandelah, Wöbbelin,
Treblinka, Sachsenhausen, Ravensbrück, Westerbork, Bergen-Belsen, Sobibor, Gross-Rosen,
Jasenovac, Linz, Gusen, Esterwegen, Kulmhof-Chelmno, Belzec, Ohrdruf-Nord, Klooga,
Sachsenburg, Moringen, Lichtenburg, Plaszow, Kaunas, Dora-Mittelbau, Bad-Suiza, Hinzert, Riga-
Kaiserwald, Vaivara, Janowska, Stutthof, Majdanek, Trawniki, Poniatowa, Amstetten, St.
Lambrecht, Breendonk, Hirtenberg, Freiberg, Hartheim, Theresienstadt, Oranienburg,
Hertogenbosch-Vught, Vernet, Niederhagen-Wewelsburg, Ebensee, Gunskirchen, Melk,
Amstetten, Wiener-Neudorf, Schwechat, Steyr-Münichholz, Schlier-Redl-Zipf, Fuhlsbüttel o
Natzweiler-Struthof, a los muertos de aquí, no los conocimos, son desaparecidos en la cruel
historia; desaparecidos, eso sí, pero no olvidados.
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