Viajes por Europa (III parte). Castillos del Loira (II parte), Valle del Mosela, Selva Negra y Austria.
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Españoles: La llegada al Campo
El 24 de agosto de 1940, un tren con 927 refugiados españoles salía de la estación de
Angoulême, en la región francesa de la Charente. Las tropas alemanas de Hitler habían
conseguido dividir a Francia en dos y Angoulême quedaba en la zona ocupada. Los refugiados
españoles creían que los llevaban a la zona no ocupada, pero pronto se dieron cuenta de que
iban hacia el Norte. Esto se produce porque Ramón Serrano Súñer, cuñado y ministro de
Exteriores de Franco, decide desentenderse de ellos. Documentos encontrados con posterioridad
prueban que la Embajada alemana en Madrid preguntó, el 20 de agosto de 1940, al Ministerio de
Asuntos Exteriores español, si quería hacerse cargo de los “2.000 rojos españoles” que se
encontraban en Angoulême. Ante la ausencia de respuesta por parte de la diplomacia española, la
Embajada del III Reich repitió la pregunta una semana después, y además de insistir sobre los
mismos refugiados, añadía si querían hacerse cargo también de otros cien mil republicanos
españoles que estaban en campos de concentración instalados en los territorios franceses
ocupados por las tropas alemanas. En esta segunda carta, hacían constar que en el caso de que
las autoridades españolas se negasen a acogerlos, ellos tenían el propósito de alejarlos de
Francia. Otras dos cartas más redactadas en idénticos términos, una fechada el 13 de septiembre
y la otra el 3 de octubre de 1940, demuestran el abandono del gobierno franquista para los
refugiados españoles. Para el gobierno español, más concretamente para Serrano Súñer, “… no
había españoles fuera de España…”.
El 28 de agosto, cuatro días más tarde de su salida de Francia, a primera hora de la mañana llegó
al campo de concentración de Mauthausen el segundo gran contingente de españoles. Eran los
del “Convoy de los 927” proveniente de Angoulême. El viaje en tren, en pleno verano,
representaba todo un calvario para los prisioneros, hacinados en vagones, sin agua ni comida, y
obligados a orinar y defecar en esos recintos cerrados. Al bajar del tren, la primera visión a través
de la penumbra y de la neblina matinal era una fila de soldados, con el casco de acero, y en la
mano el fusil con la bayoneta calada.
La estación, parduzca, desierta, invadía enseguida a los presos de un sentimiento de miedo y
tristeza. Los SS estaban esperando. Eran aquellos SS de los cuales se había oído hablar tanto,
con la insignia tan conocida: la calavera en el casco y también en el cuello de la guerrera. La gran
mayoría eran jóvenes, entre 18 y 24 años. Algunos llevaban una cinta negra en la parte inferior de
la manga, sobre la que había escrito, en letras blancas, Toten-kopf (calavera).
De repente, tras una orden gritada en alemán, la jauría se desencadenaba: gritos, empujones,
palos y culatazos. Comenzaba la selección, y las escenas que se producían en la estación eran
terribles. Mujeres agarradas a sus maridos, a sus hijos; eran brutalmente separados. Ninguna
súplica era atendida. Las 470 personas, hombres y niños mayores de 13 años, enfilaban el
camino de su propia tragedia y una vez formados en filas de tres, partían camino del campo de
concentración. Las mujeres y los niños menores, eran de nuevo devueltos a Francia. Hay que
hacer constar que el 87% (409) de los 470 prisioneros españoles llegados en el “Convoy de los
927”, murieron posteriormente, sólo se salvaron 61.
Escoltados por unos 150 SS, atravesaban el pueblo de Mauthausen. Ni un solo ser viviente en la
calle principal. Todas las casas estaban cerradas. Ni siquiera se oía el ladrido de un perro. Era
como si al paso de las hordas hitlerianas llevando su rebaño al matadero, todo ser viviente,
hombres y animales, hubieran quedado petrificados. Una vez cruzado el pueblo, comenzaba la
subida hacia el campo, por un camino estrecho, resbaladizo, donde era difícil avanzar en filas de
tres. Debían marchar rápidamente bajo una lluvia de golpes. Antes de llegar al campo varios
presos caían al suelo, extenuados, siendo pisoteados por sus verdugos. Si algún prisionero se
esperaba para ayudar a algún compañero, le pegaban con palos y con los fusiles en la cabeza. Se
la rompían; el que caía al suelo ya no se levantaba. Lo remataban allí mismo.