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Viajes por Europa (III parte). Castillos del Loira (II parte), Valle del Mosela, Selva Negra y Austria.
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La primera impresión que daba el campo para los prisioneros que llegaban a él era la de
encontrarse ante una inmensa obra de construcción, ya que había muchos hombres empleados
en trabajos de excavación. Pasaban el primer control y entraban en el recinto desde donde se
podían ver las torretas de vigilancia, en ellas, montaban guardia los centinelas con ametralladoras.
La frase que les espetaba Franz Ziereis, único comandante del campo, era la de "Bienvenidos a
Mauthausen. Entráis por la puerta, pero saldréis por la chimenea". Las alambradas de alta
tensión, el humo negro, el olor a carne quemada que venía de una gran chimenea situada al fondo
de la plazoleta donde se recibía a los presos, el aspecto siniestro de las barracas; todo ello
parecía un cuadro dantesco. Los prisioneros sentían una opresión inmensa, atenazadora, se les
hacía un nudo en la garganta, no podían pronunciar una sola palabra. Aquella imagen era lo más
parecido al infierno. Franqueado el umbral de las dos torres, no quedaba ya lugar ni para
comparaciones, ni para recuerdos de ninguna clase.
En el momento de la llegada de este grupo de prisioneros españoles ya se encontraban en el
campo austriacos, alemanes, polacos y checos. También había presos españoles supervivientes
de los campos de concentración de Moosburg. Su estado era lamentable, con remiendos en sus
harapos, maltrechos, tocados por la muerte, escuálidos por la disentería, demacrados, con los
hígados desechos, los pulmones destrozados, el corazón debilitado y los ojos vidriosos.
Indudablemente, la entrada al campo era ya por sí sola un ejercicio cruel. Recién llegados al
campo de Mauthausen, los prisioneros quedaban alineados en la explanada, donde se les
desnudaba, se les miraban si tenían dientes de oro y se les retenía toda la documentación.
Un grupo de españoles fue testigo a su llegada de una de las muchas formas de tortura que
aplicaban los soldados alemanes a los prisioneros. Una decena de hombres desnudos, inclinados
sobre una especie de tarugo y con las manos agarradas a una barra de hierro fijada en el suelo
estaban siendo azotados por un enorme SS que descargaba los golpes con una habilidad
fantástica. Los prisioneros estaban obligados a ir contando los golpes en voz alta. Al cabo de una
docena de éstos, se desmayaban, pero el castigo era entonces doblado o triplicado
automáticamente. Tras veinticinco golpes, los riñones se tornaban de un color amoratado o negro,
tras cincuenta, negro y sanguinolentos, tras setenta y cinco, la piel y la carne se desprendían a
jirones.
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